Cuando decimos adiós algo se pierde en esa despedida, quizás sea la esperanza que algún día tuvimos en el futuro, quizás sean los sentimientos que nunca llegamos a gastar.
Si me das elegir prefiero que te vayas sin decirme adiós porque si he de tenerte en frente careceré del valor suficiente para finalmente dejarte marchar.
Para decir adiós a quien se ama, no es suficiente el vaivén de las manos y los besos que inundan como lágrimas las estaciones. Es necesario dejar marchar con ese amor al propio cuerpo.
El adiós se me clavó en el costado como un aguijón de tristeza. Desde entonces, ya no cuento las horas por minutos, sino por la distancia que nos separa.
Mientras te alejabas, te volviste media luna para decirme adiós. Pero yo ya no observaba tu cuerpo, ni el vaivén de tu mano. Observaba la interrogación del adverbio de tiempo que nos separaría.
Pasé noches enteras llorándole a la enorme impotencia que me dejaban tus rechazos. Ahora tú le lloras a mi frialdad y es cuando entiendes que cada acción tiene una consecuencia.
Odio decir adiós, odio quedarme en el andén y ver como te vas, odio saber que no hay remedio a esta distancia...solo me consuela el halo que deja la estela de tu mirada...
Ahora que soy incapaz de regalarte si quiera una palabra de aliento es cuando entiendo todo el proceso que me llevó hasta aquí. El amor también se pudre como la fruta fresca.